El “Gran terror” soviético no fue como nos contaron
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Una obra que niega que el “Gran terror” fuera un plan de Stalin para consolidar su poder, y apunta al miedo generado por los servicios secretos y al viciado sistema soviético como causas de los 750.000 ejecutados durante esta etapa.
El gran miedo
James Harris
Editorial Crítica, 2017
marxistas-leninistas latinas hojas www.ma-llh.blogspot.com
La Nouvelle Vie Réelle www.lnvr.blogspot.com
Communist News www.dpaquet1871.blogspot.com
El 25 de febrero de 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista Ruso, el líder soviético Nikita Jruchov denunció a puerta cerrada los crímenes cometidos por Iósif Stalin durante el llamado “Gran terror”, en el que se ejecutaron a 750.000 personas y se deportaron a más de un millón a los gulag (campos de concentración soviéticos), entre 1936 y 1938. Jruchov apuntó al culto a la personalidad y al excesivo y cruel poder de Stalin, que buscaba eliminar a sus rivales políticos, como causas de esa matanza política. Doce años después, el historiador Robert Conquest respaldaría esta tesis, basada en la mentalidad sádica del dictador y sus ansias de eliminar a todo aquel que pudiera rivalizar con su poder, con el objetivo de hacerse con el control absoluto del Partido. Cuando se abrieron los archivos secretos del gobierno en los 90, una vez caída la Unión Soviética, los historiadores descubrieron que buena parte de la narrativa que habían sostenido estaba equivocada.
El libro El gran miedo, del historiador James Harris, es fruto de estos documentos desclasificados. En base al nuevo material descubierto, Harris niega —oponiéndose a Conquest— que el “Gran terror” de Stalin fuera un intento de consolidar su poder. Más bien —explica— fue fruto del instinto de supervivencia del líder, atemorizado por los complots internos y externos que creía que se planeaban contra él. Las matanzas de antiguos bolcheviques y miles de ciudadanos inocentes, defiende Harris, no fueron fruto de una personalidad sádica o paranoica de Stalin, sino de un cúmulo de fallos —algunos inherentes, otros evitables— del propio sistema soviético, que llevaron al siniestro período de finales de los 30. Un camino al horror en el que estuvieron involucradas casi todas las élites del Partido, tanto de alto rango como locales; los servicios secretos, con especial gravedad; y buena parte de la sociedad soviética, que participó activamente en estas dinámicas. El relato jruchovista de un sólo culpable, Stalin, era reconfortante, y evitaba que el peso de la culpa cayera sobre amplias capas del Partido y pusiera en duda el sistema. El gran acierto de “El gran miedo” es hilar todo este relato de manera convincente y sólida, utilizando los documentos desclasificados para refutar las teorías tradicionales de Conquest. Pese a algunos momentos en que los saltos temporales y la sucesión de hechos crean cierta confusión, el estilo general es claro, al modo anglosajón. En poco más de 200 páginas, Harris explica de manera absorbente la evolución de la violencia política soviética hasta su máxima expresión, el “Gran terror”.
Desde el inicio de su obra, Harris inserta la dinámica de este terror político dentro de la larga tradición de inseguridad crónica de las élites rusas. En el caso bolchevique, la mentalidad conspirativa de sus dirigentes venía marcada desde la etapa zarista, donde todo compañero podía ser un espía infiltrado por el monarca. El uso de la violencia descarnada para desenmascarar al enemigo oculto se expresó con toda su fuerza durante la Guerra Civil Rusa, en la que la Cheká, la recién creada policía secreta, empezó a realizar ejecuciones masivas, de carácter extrajudicial, sin tan siquiera buscar pruebas ni realizar interrogatorios antes de eliminar a sus detenidos. El peligro de los enemigos infiltrados en un contexto de guerra justificaba, según los bolcheviques, todas estas acciones.
Pese a esta violencia descarnada, Harris advierte que el “Gran terror” de finales de los 30 no se explica únicamente por estas dinámicas violentas creadas durante la Guerra Civil. Otros factores determinarían este desenlace, con uno por encima de todos ellos: la delirante relación que se establecería entre los servicios secretos y Stalin, es decir, cómo la policía secreta alimentaría la percepción de inseguridad del dictador con el objetivo de justificar su existencia y sus amplios poderes como organización. En buena parte, las miles de purgas y ejecuciones se explican por esta percepción irreal del peligro, basada en documentos y confesiones dudosas extraídas por los servicios secretos, que sólo hacían que alimentar el fantasma de poderosos grupos de enemigos —internos y externos— que estaban al acecho.
La Cheká, al acabar la Guerra Civil, vio como su existencia y poderes se veían puestos en duda en un período de paz y de cierta estabilidad económica, gracias a la Nueva Política Económica (NEP). Transformada en la GPU (luego en la OGPU, y posteriormente en la NKVD) tuvo que buscar maneras de mostrarse necesaria y útil: su objetivo era descubrir conspiraciones internas o extranjeras que justificaran su labor. Muchas de sus previsiones eran dudosas, pero no increíbles: abundaron las teorías de que diversos países europeos planeaban una invasión de la URSS, lo que generaba la sensación de un ataque extranjero inminente. La información se obtenía en base a métodos como la tortura, aceptado y visto como efectivo por las élites soviéticas, lo que generaba nuevas acusaciones falsas y ampliaba el rango imaginario de conspiradores. Cuantos más complots descubrían los servicios secretos, más poder y recursos recibían de los atemorizados dirigentes soviéticos. Los archivos desclasificados y la documentación privada, incluida la de Stalin, demuestran que esta percepción de miedo era mayoritaria, real y extendida.
Pero, por otro lado, no se puede explicar la extensión de víctimas sin tener en cuenta el sistema de poder local, viciado y rencoroso, que desencadenó las miles de acusaciones que llenaron los buzones de la NKVD. Stalin inició este proceso: durante los años 20, impulsó políticas que favorecían el control férreo de los secretarios generales locales por encima de su organización, a la vez que eliminaba la democracia interna para acallar las luchas de poder. El resultado fue la creación de pequeñas dictaduras locales, en las que existía una camarilla de poder inamovible. Estas políticas crearon una simpatía generalizada de los cuadros medios hacia Stalin, que sería crucial para expulsar a la oposición de izquierdas (Trotski, Zinóviev, Kámenev) y luego a la de derechas (Bujarin), y consolidar la dictadura personalista del georgiano.
Pero este respaldo a Stalin acabaría volviéndose en contra de los dirigentes locales. El dictador lanzó adelante su proyecto económico de industrialización forzada, en la que los cuadros medios tenían que asumir una gran responsabilidad respecto a los objetivos a alcanzar, jugándose su puesto y a veces su vida si no los cumplían. El plan económico no era para nada realista, pero pocos se atrevieron a criticarlo. Por un lado, porque la oposición principal ya había sido expulsada, y, por otro, porque el dictador equiparó toda crítica al proyecto como una “desviación derechista”, y toda imposibilidad de llegar a las metas propuestas como un “sabotaje”. Harris asegura que Stalin nunca pensó que su proyecto económico fuera inviable: todo fallo existente tenía que ser fruto de una conspiración.
Esta situación era peligrosa para los cuadros locales, ya que la mayoría de veces no llegaban a la metas fijadas, y debían mentir en sus informes para no ser acusados de “saboteadores”. Los jefes de los servicios secretos regionales estaban aliados con estas camarillas locales de poder, y hacían la vista gorda ante estas infracciones o ante la corrupción local. Mientras, millones de campesinos morían a causa de la hambruna, fruto de la represión política y el inhumano proyecto económico de industrialización forzada.
El atentado contra un alto cargo como Serguéi Kírov fue el desencadenante de los peores años de represión, el llamado “Gran terror”. Stalin estaba seguro de que ese asesinato tenía una organización clandestina detrás (aunque todo parece indicar que fue un homicidio en solitario). La NKVD le dio diversas pruebas que confirmaban sus prejuicios sobre un complot, organizado por la antigua oposición de izquierdas de Zinóviev y Kámenev. Stalin decidió sustituir a Génrij Yagoda, jefe de los servicios secretos, como castigo por no haber impedido el asesinato de Kírov. Yagoda sería acusado de traición y ejecutado en los Procesos de Moscú de 1938. Fue sustituido por Nikolái Yezhov, un conspiranoico de alto grado que llevó las teorías delirantes de los servicios secretos a su máximo nivel, alimentando el miedo de Stalin y de los dirigentes soviéticos.
Yezhov tomó una decisión que abriría una espiral sangrienta: sustituyó a los jefes de los servicios secretos regionales (que, recordemos, estaban aliados con las inamovibles camarillas locales) por nuevos investigadores escogidos por él, con órdenes de descubrir enemigos escondidos. Todo el sistema en que se basaban los gobiernos locales se hundió: los líderes que habían falsificado informes económicos eran ejecutados acusados de “saboteadores”; los campesinos y obreros denunciaban en secreto a sus superiores, y estos —a la vez— desviaban las acusaciones hacia abajo. Cuantas más detenciones se realizaban, más se ampliaba el círculo conspirador y más ejecutados llenaban las fosas comunes. Este círculo vicioso del terror alcanzó incluso al Ejército, del que fueron aniquilados el jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo, Mijáil Tujachevski, y un tercio de todo el cuerpo de oficiales. Todo ello en vísperas de una guerra mundial a la que la URSS llegaría con sus tropas de alto rango diezmadas por las purgas.
Finalmente, esta lógica perversa afectaría a los propios servicios secretos. Ante la imposibilidad de Yezhov de descubrir a los líderes de la conspiración (que no existía), y después de la deserción de un alto cargo del NKVD, Stalin volvió a hacer lo mejor se le daba: buscar un nuevo enemigo imaginario para justificar todo lo que el sistema hacía mal. El dictador aseguró que enemigos del régimen se habían infiltrado en el NKVD y que por ello se habían producido tantas ejecuciones, que habían sido realizadas para desestabilizar el sistema soviético. Los servicios secretos fueron la última víctima del terror que tanto habían azuzado. Yezhov fue ejecutado en 1940, acusado de espiar para el enemigo y planear un golpe de Estado contra Stalin.
Pese a todas estas ejecuciones de altos cargos, Harris recuerda que la inmensa mayoría de las víctimas fueron ciudadanos inocentes que no suponían ningún peligro para el régimen. Los dos grupos más castigados fueron las personas tildadas de “kulaks” (propietarios agrarios capitalistas) y las minorías nacionales, en su mayoría polacos, alemanes, finlandeses… acusados de colaborar con las potencias enemigas. Frente al argumento histórico de que el “Gran terror” fue un plan maquinado para acabar con unas élites políticas, los archivos descubrieron que fue un proceso de aniquilación fruto de un sistema y un liderazgo viciado. Frente a la lógica demoníaca de un ser cruel y poderoso que movía los hilos, quizá la causa no fue más que el miedo, la paranoia y la brutalidad de un sistema nacido y desarrollado gracias a la violencia, que decidió que el único límite al terror era un paraíso al que nunca se llegaría.
El gran miedo
James Harris
Editorial Crítica, 2017
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Communist News www.dpaquet1871.blogspot.com
El 25 de febrero de 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista Ruso, el líder soviético Nikita Jruchov denunció a puerta cerrada los crímenes cometidos por Iósif Stalin durante el llamado “Gran terror”, en el que se ejecutaron a 750.000 personas y se deportaron a más de un millón a los gulag (campos de concentración soviéticos), entre 1936 y 1938. Jruchov apuntó al culto a la personalidad y al excesivo y cruel poder de Stalin, que buscaba eliminar a sus rivales políticos, como causas de esa matanza política. Doce años después, el historiador Robert Conquest respaldaría esta tesis, basada en la mentalidad sádica del dictador y sus ansias de eliminar a todo aquel que pudiera rivalizar con su poder, con el objetivo de hacerse con el control absoluto del Partido. Cuando se abrieron los archivos secretos del gobierno en los 90, una vez caída la Unión Soviética, los historiadores descubrieron que buena parte de la narrativa que habían sostenido estaba equivocada.
El libro El gran miedo, del historiador James Harris, es fruto de estos documentos desclasificados. En base al nuevo material descubierto, Harris niega —oponiéndose a Conquest— que el “Gran terror” de Stalin fuera un intento de consolidar su poder. Más bien —explica— fue fruto del instinto de supervivencia del líder, atemorizado por los complots internos y externos que creía que se planeaban contra él. Las matanzas de antiguos bolcheviques y miles de ciudadanos inocentes, defiende Harris, no fueron fruto de una personalidad sádica o paranoica de Stalin, sino de un cúmulo de fallos —algunos inherentes, otros evitables— del propio sistema soviético, que llevaron al siniestro período de finales de los 30. Un camino al horror en el que estuvieron involucradas casi todas las élites del Partido, tanto de alto rango como locales; los servicios secretos, con especial gravedad; y buena parte de la sociedad soviética, que participó activamente en estas dinámicas. El relato jruchovista de un sólo culpable, Stalin, era reconfortante, y evitaba que el peso de la culpa cayera sobre amplias capas del Partido y pusiera en duda el sistema. El gran acierto de “El gran miedo” es hilar todo este relato de manera convincente y sólida, utilizando los documentos desclasificados para refutar las teorías tradicionales de Conquest. Pese a algunos momentos en que los saltos temporales y la sucesión de hechos crean cierta confusión, el estilo general es claro, al modo anglosajón. En poco más de 200 páginas, Harris explica de manera absorbente la evolución de la violencia política soviética hasta su máxima expresión, el “Gran terror”.
Desde el inicio de su obra, Harris inserta la dinámica de este terror político dentro de la larga tradición de inseguridad crónica de las élites rusas. En el caso bolchevique, la mentalidad conspirativa de sus dirigentes venía marcada desde la etapa zarista, donde todo compañero podía ser un espía infiltrado por el monarca. El uso de la violencia descarnada para desenmascarar al enemigo oculto se expresó con toda su fuerza durante la Guerra Civil Rusa, en la que la Cheká, la recién creada policía secreta, empezó a realizar ejecuciones masivas, de carácter extrajudicial, sin tan siquiera buscar pruebas ni realizar interrogatorios antes de eliminar a sus detenidos. El peligro de los enemigos infiltrados en un contexto de guerra justificaba, según los bolcheviques, todas estas acciones.
Pese a esta violencia descarnada, Harris advierte que el “Gran terror” de finales de los 30 no se explica únicamente por estas dinámicas violentas creadas durante la Guerra Civil. Otros factores determinarían este desenlace, con uno por encima de todos ellos: la delirante relación que se establecería entre los servicios secretos y Stalin, es decir, cómo la policía secreta alimentaría la percepción de inseguridad del dictador con el objetivo de justificar su existencia y sus amplios poderes como organización. En buena parte, las miles de purgas y ejecuciones se explican por esta percepción irreal del peligro, basada en documentos y confesiones dudosas extraídas por los servicios secretos, que sólo hacían que alimentar el fantasma de poderosos grupos de enemigos —internos y externos— que estaban al acecho.
La Cheká, al acabar la Guerra Civil, vio como su existencia y poderes se veían puestos en duda en un período de paz y de cierta estabilidad económica, gracias a la Nueva Política Económica (NEP). Transformada en la GPU (luego en la OGPU, y posteriormente en la NKVD) tuvo que buscar maneras de mostrarse necesaria y útil: su objetivo era descubrir conspiraciones internas o extranjeras que justificaran su labor. Muchas de sus previsiones eran dudosas, pero no increíbles: abundaron las teorías de que diversos países europeos planeaban una invasión de la URSS, lo que generaba la sensación de un ataque extranjero inminente. La información se obtenía en base a métodos como la tortura, aceptado y visto como efectivo por las élites soviéticas, lo que generaba nuevas acusaciones falsas y ampliaba el rango imaginario de conspiradores. Cuantos más complots descubrían los servicios secretos, más poder y recursos recibían de los atemorizados dirigentes soviéticos. Los archivos desclasificados y la documentación privada, incluida la de Stalin, demuestran que esta percepción de miedo era mayoritaria, real y extendida.
Pero, por otro lado, no se puede explicar la extensión de víctimas sin tener en cuenta el sistema de poder local, viciado y rencoroso, que desencadenó las miles de acusaciones que llenaron los buzones de la NKVD. Stalin inició este proceso: durante los años 20, impulsó políticas que favorecían el control férreo de los secretarios generales locales por encima de su organización, a la vez que eliminaba la democracia interna para acallar las luchas de poder. El resultado fue la creación de pequeñas dictaduras locales, en las que existía una camarilla de poder inamovible. Estas políticas crearon una simpatía generalizada de los cuadros medios hacia Stalin, que sería crucial para expulsar a la oposición de izquierdas (Trotski, Zinóviev, Kámenev) y luego a la de derechas (Bujarin), y consolidar la dictadura personalista del georgiano.
Pero este respaldo a Stalin acabaría volviéndose en contra de los dirigentes locales. El dictador lanzó adelante su proyecto económico de industrialización forzada, en la que los cuadros medios tenían que asumir una gran responsabilidad respecto a los objetivos a alcanzar, jugándose su puesto y a veces su vida si no los cumplían. El plan económico no era para nada realista, pero pocos se atrevieron a criticarlo. Por un lado, porque la oposición principal ya había sido expulsada, y, por otro, porque el dictador equiparó toda crítica al proyecto como una “desviación derechista”, y toda imposibilidad de llegar a las metas propuestas como un “sabotaje”. Harris asegura que Stalin nunca pensó que su proyecto económico fuera inviable: todo fallo existente tenía que ser fruto de una conspiración.
Esta situación era peligrosa para los cuadros locales, ya que la mayoría de veces no llegaban a la metas fijadas, y debían mentir en sus informes para no ser acusados de “saboteadores”. Los jefes de los servicios secretos regionales estaban aliados con estas camarillas locales de poder, y hacían la vista gorda ante estas infracciones o ante la corrupción local. Mientras, millones de campesinos morían a causa de la hambruna, fruto de la represión política y el inhumano proyecto económico de industrialización forzada.
El atentado contra un alto cargo como Serguéi Kírov fue el desencadenante de los peores años de represión, el llamado “Gran terror”. Stalin estaba seguro de que ese asesinato tenía una organización clandestina detrás (aunque todo parece indicar que fue un homicidio en solitario). La NKVD le dio diversas pruebas que confirmaban sus prejuicios sobre un complot, organizado por la antigua oposición de izquierdas de Zinóviev y Kámenev. Stalin decidió sustituir a Génrij Yagoda, jefe de los servicios secretos, como castigo por no haber impedido el asesinato de Kírov. Yagoda sería acusado de traición y ejecutado en los Procesos de Moscú de 1938. Fue sustituido por Nikolái Yezhov, un conspiranoico de alto grado que llevó las teorías delirantes de los servicios secretos a su máximo nivel, alimentando el miedo de Stalin y de los dirigentes soviéticos.
Yezhov tomó una decisión que abriría una espiral sangrienta: sustituyó a los jefes de los servicios secretos regionales (que, recordemos, estaban aliados con las inamovibles camarillas locales) por nuevos investigadores escogidos por él, con órdenes de descubrir enemigos escondidos. Todo el sistema en que se basaban los gobiernos locales se hundió: los líderes que habían falsificado informes económicos eran ejecutados acusados de “saboteadores”; los campesinos y obreros denunciaban en secreto a sus superiores, y estos —a la vez— desviaban las acusaciones hacia abajo. Cuantas más detenciones se realizaban, más se ampliaba el círculo conspirador y más ejecutados llenaban las fosas comunes. Este círculo vicioso del terror alcanzó incluso al Ejército, del que fueron aniquilados el jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo, Mijáil Tujachevski, y un tercio de todo el cuerpo de oficiales. Todo ello en vísperas de una guerra mundial a la que la URSS llegaría con sus tropas de alto rango diezmadas por las purgas.
Finalmente, esta lógica perversa afectaría a los propios servicios secretos. Ante la imposibilidad de Yezhov de descubrir a los líderes de la conspiración (que no existía), y después de la deserción de un alto cargo del NKVD, Stalin volvió a hacer lo mejor se le daba: buscar un nuevo enemigo imaginario para justificar todo lo que el sistema hacía mal. El dictador aseguró que enemigos del régimen se habían infiltrado en el NKVD y que por ello se habían producido tantas ejecuciones, que habían sido realizadas para desestabilizar el sistema soviético. Los servicios secretos fueron la última víctima del terror que tanto habían azuzado. Yezhov fue ejecutado en 1940, acusado de espiar para el enemigo y planear un golpe de Estado contra Stalin.
Pese a todas estas ejecuciones de altos cargos, Harris recuerda que la inmensa mayoría de las víctimas fueron ciudadanos inocentes que no suponían ningún peligro para el régimen. Los dos grupos más castigados fueron las personas tildadas de “kulaks” (propietarios agrarios capitalistas) y las minorías nacionales, en su mayoría polacos, alemanes, finlandeses… acusados de colaborar con las potencias enemigas. Frente al argumento histórico de que el “Gran terror” fue un plan maquinado para acabar con unas élites políticas, los archivos descubrieron que fue un proceso de aniquilación fruto de un sistema y un liderazgo viciado. Frente a la lógica demoníaca de un ser cruel y poderoso que movía los hilos, quizá la causa no fue más que el miedo, la paranoia y la brutalidad de un sistema nacido y desarrollado gracias a la violencia, que decidió que el único límite al terror era un paraíso al que nunca se llegaría.
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