¿Quién defiende al precariado?
La idea de que la izquierda europea ha sufrido una mutación sustancial e irreversible está bastante extendida entre los analistas, desde teóricos como Christopher Lasch, Alain de Benoist o Jean-Claude Michéa hasta periodistas como Luis del Pino. Pero la idea solo ha llegado deficientemente al público en general.
El cambio sufrido por la izquierda europea desde digamos 1945 se produce en dos etapas. En una primera etapa una buena parte de la izquierda (la socialdemocracia) renuncia a la lucha de clases y a la revolución. Las razones de este cambio hay que buscarlas en el hecho de que los estados, en virtud de las políticas fordistas-keynesianas y del Bienestar, han asumido una buena parte de las reivindicaciones históricas de las clases trabajadoras, de modo que a estas la revolución ya no les interesa. En este momento los partidos comunistas mantienen la llama de la revolución a la vez que se hacen progresivamente marginales.
El segundo cambio es aun más profundo. 1989, fecha de la caída del Muro de Berlín puede servir de referencia cronológica para el comienzo de este cambio. Su determinante es posiblemente el derrumbamiento de los regímenes comunistas (en el caso del Este de Europa) o su paulatina conversión en zonas de desarrollo capitalista, en el caso de China. Desde el comienzo de la Guerra Fría el campo anticapitalista había sido monopolizado por el comunismo; cuando éste desaparece de la escena política como una alternativa viable, el capitalismo se siente ganador absoluto de la Guerra Fría. En ese contexto el neoliberalismo consigue poder político real y Francis Fukuyama se atreve a proclamar el fin de la historia. En la izquierda suceden entonces dos cosas: la socialdemocracia se convierte (con mayor o menor recato) al neoliberalismo y el resto de la izquierda deja de tener como tema estrella la lucha obrera para centrarse en el feminismo, el racismo, el tercermundismo, el apoyo a la inmigración, la legalización de las drogas y, al menos durante un tiempo, la ecología: la lucha obrera se convierte en tema marginal o residual. Es decir, mientras el centro-izquierda tiende hacia el neoliberalismo, la izquierda radical se hace ‘progre’ y se dedica a construir el discurso políticamente correcto.
Y entonces tiene lugar una confluencia a primera vista sorprendente: izquierda (radical o moderada) y derecha empiezan a unificar su discurso en torno a lo políticamente correcto, que en principio había sido elaborado por una izquierda más bien radical. Esta convergencia se debe a dos razones. Una de ellas es ideológica; el concepto de hombre que subyace al neoliberalismo y al discurso políticamente correcto es esencialmente el mismo: el hombre como individuo puro, desarraigado y sin determinaciones diferenciales. La construcción del sujeto moderno culmina en esta ideología de la no discriminación que derecha e izquierda comparten.
La segunda causa está relacionada con la evolución del capitalismo. Desde finales de los setenta del siglo pasado, el capitalismo experimenta una internacionalización y entra visiblemente en su fase global. Así como en su día el capitalismo estuvo interesado en la creación de estados nacionales unificados que favoreciesen sus movimientos en un mercado nacional único, y para eso tuvo que arrasar las estructuras feudales, ahora el capitalismo está interesado en asegurarse un mercado mundial unificado y para eso necesita arrasar la soberanía nacional así como la identidad de los pueblos. Al capitalismo global le estorban las fronteras y las identidades nacionales.
En este contexto, el discurso antipatriótico y anti-identitario de la ideología progre empieza a funcionar objetivamente como superestructura ideológica del capitalismo global. Por una parte, el capitalismo está interesado en que la incorporación de la mujer al mercado de trabajo se complete (porque eso aumenta la oferta de mano de obra y hace bajar los salarios) y para eso la ideología de género, que permite agitar continuamente la necesidad de esa incorporación, es una ayuda inestimable. Por otra parte, el capitalismo está interesado en eludir las regulaciones legales que los estados desarrollados han establecido para protección de los trabajadores, de la sociedad o del medio ambiente. Y para eso el discurso cosmopolita del progre, que favorece fronteras abiertas, le viene como anillo al dedo. Finalmente, para el capital el Tercer Mundo representa una reserva valiosísima de mano de obra abundante, dócil (sin tradición sindical) y barata, que le permite presionar indefinidamente los salarios a la baja: la inmigración masiva es la vía por la que el capital reconduce la economía de vuelta al capitalismo salvaje. En suma: el discurso progre, la ideología de lo políticamente correcto, se convierte en el instrumento ideológico del capitalismo global en su empeño por eliminar la protección de los trabajadores por parte de los estados nacionales.
De esta manera, en Occidente, los intereses de las clases trabajadoras resultan no ya postergados sino directamente traicionados por la izquierda tradicional, sea socialdemócrata, sea comunista o sea populista: toda ella está del lado del capitalismo y de su construcción de un solo mundo, de un mercado global. Hemos visto en Grecia cómo una izquierda populista tipo ‘Podemos’ se arruga ante las presiones de la Troika porque no se atreve a abandonar el euro. Ni la socialdemocracia ni la izquierda populista quieren enfrentarse a la globalización, y los comunistas ya no tienen ningún proyecto viable que ofrecer.
Mientras tanto, las políticas neoliberales, el impacto de la inmigración y las crisis financieras han ido empeorando sustancialmente la situación de las clases trabajadoras: el paro estructural crece, los salarios pierden poder adquisitivo, los empleos se hacen precarios, la renta se redistribuye a favor del capital (el famoso estudio de Piketty ‘El Capital en el Siglo XXI’ contiene abundante evidencia de ello), los jóvenes se encuentran sin futuro laboral y los estados adelgazan su gasto social.
El Occidente globalizado asiste paulatinamente al nacimiento de una clase trabajadora pobre que no existía desde los años setenta. Esta clase se compone de elementos diversos: parados de larga duración, empleados con contratos precarios, jóvenes que a pesar de tener contratos indefinidos perciben poco más que el salario mínimo por jornadas de trabajo prolongadas de hecho más allá de lo legal… Es el nacimiento de un nuevo proletariado: el precariado. Esta clase social, el precariado, está políticamente desprotegida: necesita la protección de un estado nacional que la izquierda tradicional se empeña en corroer porque necesita protección frente a esa inmigración y esa globalización que la izquierda tradicional apoya unánimemente.
El precariado (el proletariado del siglo XXI) es un espacio social abandonado que da lugar a un espacio político igualmente abandonado. Este espacio político es el campo de acción natural para quienes quieren defender a las clases trabajadoras de la única manera en que resulta posible hacerlo: blandiendo la soberanía nacional frente a la globalización. Una opción política seria de carácter patriótico debería hacerse consciente de cuál es su espacio social y político natural; y debería diseñarse de la manera más inteligente para ocuparlo. Es decir, debería diseñarse de la manera más inteligente para llegar a su electorado natural, el precariado, la versión actual del espacio social tradicional de la izquierda que la izquierda tradicional ha abandonado para hacerse progre.
Veterator
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