No conocía el durián. Ninguna de las personas con las que conversé sobre Singapur lo mencionó, ni entre lo que leí sobre la ciudad-estado asiática saltó su nombre. Pero bastó que soltara las maletas y me adentrara en las calles del barrio chino singapurense, para entender que aquel viaje tendría por siempre, en mi memoria, su olor.
¿Sientes eso?, me preguntó una amable señora cubana que gustosa asumió el rol de mostrarme los primeros atisbos de la ultramoderna urbe, y de paso evitar que, castigada por las 12 horas de diferencia, me fuera a dormir en pleno día.
Y sí, había un aroma dulzón, levemente repugnante, esparcido en el aire. Nada más mover afirmativamente la cabeza, me dijo: «Ese es el durián», y señaló un mostrador repleto de la fruta grande, ovalada, entre verde y gris, y repleta de pinchos. La encontré poco agraciada y nada apetecible, y en ese justo instante no hubiera creído que apenas unos días después pondría un pedazo de su misterioso interior en mi boca.
Mi acompañante contó en las horas siguientes que los singapurenses estaban obsesionados con el durián, y que hasta la muy estandarizada cadena McDonald’s ofertaba allí una especie de «frozzen» con su sabor. Incluso, citó la película Comer, rezar, amar, en la que Javier Bardem se la presenta a Julia Roberts como algo que huele y sabe a pies sucios.
La «tapa al pomo» se la puso el metro: Singapur es célebre por sus severas leyes en contra de las indisciplinas sociales, y por la limpieza de todos sus espacios públicos, y en los vagones de ese transporte se recuerda que queda prohibido, so pena de altísimas multas, fumar, comer y ¡transportar un durián! Me explicaron entonces que la disposición se debe a que para muchas personas su olor es sencillamente insoportable.
Antes de despedirnos esa tarde, mi compatriota compartió una anécdota a modo de lección: «Tomé un helado de durián y estuve casi una semana enferma del estómago».
Sobra decir que después de eso, yo no quería ver ni pintado el pinchudo fruto. Sin embargo, al que no quiere caldo le dan tres tazas; y nada más abrir el programa del evento por el cual estaba al otro lado del mundo, leí azorada entre las actividades de la penúltima noche: Prueba del durián.
Segundos después, respiré aliviada al percatarme de que era opcional, y enseguida decidí que me saltaría el «mal bocado». Pero no contaba con que mi decisión se torcería guiada por la necesidad de ser noble y agradecida.
Al frente de nuestro grupo estaba Sian, una menuda joven singapurense con la que todos –periodistas de distintos países latinos– llevábamos semanas de correos electrónicos, siempre formales.
A los 26 años funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores de esa nación, estudió dos carreras, habla inglés y mandarín y es la disciplina y la eficiencia personificadas. Durante las jornadas no se incumplió ni uno solo de los horarios y encuentros planificados, ni jamás nos faltó orientación; porque allí estaba Sian para coordinar cada detalle y asistirnos cuando hiciese falta.
Observándola, pude saber más del carácter asiático, de lo que para ellos significa la disciplina, el trabajo, la obediencia y el respeto a los mayores. Y aunque todos la admirábamos, no dejaba de chocarnos que jamás nos abrazara o besara en la mejilla, y que se pusiera muy seria si alzábamos la voz o reíamos sonoramente.
Pero esos escollos al cariño, que no eran más que barreras culturales, se fueron derribando cuando, a cuenta- gotas y como resultado de nuestros persistentes interrogatorios, nos contó, con total sinceridad, las complejidades de su país pequeño, joven y multicultural, y supimos que ella apenas duerme cuatro horas y nunca apaga el móvil porque así lo exige su responsabilidad.
En una de esas conversaciones salió el tema del durián, y nos develó su particular relación con él. Cuando era niña, su abuelo tenía una plantación de durio en Malasia, y en cada viaje a Singapur, la parte de atrás de la camioneta iba llena de durianes.
Cuando el sol castigaba, los frutos empezaban a oler intensamente y ella se mareaba. Por esa razón, durante muchos años, nada más de oír el nombre sentía asco. «Hasta que un día, ya de adulta, lo probé y fue como despertar».
Nos confesó que lo consideraba «lo más rico del mundo» y que poner esa actividad en el programa había sido idea suya; entonces supe que estaba atrapada definitivamente, y mis compañeros también.
Así llegamos a un puesto donde se escoge el durián (los hay de diferentes tipos y sabores), se le pesa y dependiendo del resultado se paga por él.
Mientras nuestra anfitriona compraba el susodicho producto, al lado nuestro una familia devoraba varios, el olor (que para ese momento yo sentía como a gas de cocina) nos envolvía y un dependiente nos colocaba además de agua, una caja de guantes desechables.
Sian trajo contentísima la fruta, que en su interior tiene dos grandes y pastosas vainas amarillas –cuesta alrededor de 40 dólares– y nos explicó que los guantes eran para que el mal olor no se quedara en las manos, pero que contra el pésimo aliento posterior no podríamos hacer más que cepillarnos los dientes y esperar.
Aunque ahí sí que casi claudico, Sian nos miraba con tanta expectación, que terminé por colocarme el guante de una vez, tratar de no respirar y echarme en la boca una porción de aquella pasta. La verdad no sabía tan mal, pero tampoco estaba buena, así que por si acaso ni yo ni el resto del grupo se aventuró mucho más allá de probar; nos habían dicho que no hay alimento en el mundo que suba más el colesterol, y sugerido que es un poco adictivo.
Para Sian, sin duda, aquel gesto nuestro significó una muestra de respeto a su cultura y el resto del evento estuvo más relajada, sonriente y hasta se permitió alguna broma. Cuando antes de la partida, pidió abrazarnos, supimos que algo de nosotros también se le había contagiado, y que se lo debíamos, en buena medida, al feo y maloliente durián.
¿Sientes eso?, me preguntó una amable señora cubana que gustosa asumió el rol de mostrarme los primeros atisbos de la ultramoderna urbe, y de paso evitar que, castigada por las 12 horas de diferencia, me fuera a dormir en pleno día.
Y sí, había un aroma dulzón, levemente repugnante, esparcido en el aire. Nada más mover afirmativamente la cabeza, me dijo: «Ese es el durián», y señaló un mostrador repleto de la fruta grande, ovalada, entre verde y gris, y repleta de pinchos. La encontré poco agraciada y nada apetecible, y en ese justo instante no hubiera creído que apenas unos días después pondría un pedazo de su misterioso interior en mi boca.
Mi acompañante contó en las horas siguientes que los singapurenses estaban obsesionados con el durián, y que hasta la muy estandarizada cadena McDonald’s ofertaba allí una especie de «frozzen» con su sabor. Incluso, citó la película Comer, rezar, amar, en la que Javier Bardem se la presenta a Julia Roberts como algo que huele y sabe a pies sucios.
La «tapa al pomo» se la puso el metro: Singapur es célebre por sus severas leyes en contra de las indisciplinas sociales, y por la limpieza de todos sus espacios públicos, y en los vagones de ese transporte se recuerda que queda prohibido, so pena de altísimas multas, fumar, comer y ¡transportar un durián! Me explicaron entonces que la disposición se debe a que para muchas personas su olor es sencillamente insoportable.
Antes de despedirnos esa tarde, mi compatriota compartió una anécdota a modo de lección: «Tomé un helado de durián y estuve casi una semana enferma del estómago».
Sobra decir que después de eso, yo no quería ver ni pintado el pinchudo fruto. Sin embargo, al que no quiere caldo le dan tres tazas; y nada más abrir el programa del evento por el cual estaba al otro lado del mundo, leí azorada entre las actividades de la penúltima noche: Prueba del durián.
Segundos después, respiré aliviada al percatarme de que era opcional, y enseguida decidí que me saltaría el «mal bocado». Pero no contaba con que mi decisión se torcería guiada por la necesidad de ser noble y agradecida.
Al frente de nuestro grupo estaba Sian, una menuda joven singapurense con la que todos –periodistas de distintos países latinos– llevábamos semanas de correos electrónicos, siempre formales.
A los 26 años funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores de esa nación, estudió dos carreras, habla inglés y mandarín y es la disciplina y la eficiencia personificadas. Durante las jornadas no se incumplió ni uno solo de los horarios y encuentros planificados, ni jamás nos faltó orientación; porque allí estaba Sian para coordinar cada detalle y asistirnos cuando hiciese falta.
Observándola, pude saber más del carácter asiático, de lo que para ellos significa la disciplina, el trabajo, la obediencia y el respeto a los mayores. Y aunque todos la admirábamos, no dejaba de chocarnos que jamás nos abrazara o besara en la mejilla, y que se pusiera muy seria si alzábamos la voz o reíamos sonoramente.
Pero esos escollos al cariño, que no eran más que barreras culturales, se fueron derribando cuando, a cuenta- gotas y como resultado de nuestros persistentes interrogatorios, nos contó, con total sinceridad, las complejidades de su país pequeño, joven y multicultural, y supimos que ella apenas duerme cuatro horas y nunca apaga el móvil porque así lo exige su responsabilidad.
En una de esas conversaciones salió el tema del durián, y nos develó su particular relación con él. Cuando era niña, su abuelo tenía una plantación de durio en Malasia, y en cada viaje a Singapur, la parte de atrás de la camioneta iba llena de durianes.
Cuando el sol castigaba, los frutos empezaban a oler intensamente y ella se mareaba. Por esa razón, durante muchos años, nada más de oír el nombre sentía asco. «Hasta que un día, ya de adulta, lo probé y fue como despertar».
Nos confesó que lo consideraba «lo más rico del mundo» y que poner esa actividad en el programa había sido idea suya; entonces supe que estaba atrapada definitivamente, y mis compañeros también.
Así llegamos a un puesto donde se escoge el durián (los hay de diferentes tipos y sabores), se le pesa y dependiendo del resultado se paga por él.
Mientras nuestra anfitriona compraba el susodicho producto, al lado nuestro una familia devoraba varios, el olor (que para ese momento yo sentía como a gas de cocina) nos envolvía y un dependiente nos colocaba además de agua, una caja de guantes desechables.
Sian trajo contentísima la fruta, que en su interior tiene dos grandes y pastosas vainas amarillas –cuesta alrededor de 40 dólares– y nos explicó que los guantes eran para que el mal olor no se quedara en las manos, pero que contra el pésimo aliento posterior no podríamos hacer más que cepillarnos los dientes y esperar.
Aunque ahí sí que casi claudico, Sian nos miraba con tanta expectación, que terminé por colocarme el guante de una vez, tratar de no respirar y echarme en la boca una porción de aquella pasta. La verdad no sabía tan mal, pero tampoco estaba buena, así que por si acaso ni yo ni el resto del grupo se aventuró mucho más allá de probar; nos habían dicho que no hay alimento en el mundo que suba más el colesterol, y sugerido que es un poco adictivo.
Para Sian, sin duda, aquel gesto nuestro significó una muestra de respeto a su cultura y el resto del evento estuvo más relajada, sonriente y hasta se permitió alguna broma. Cuando antes de la partida, pidió abrazarnos, supimos que algo de nosotros también se le había contagiado, y que se lo debíamos, en buena medida, al feo y maloliente durián.
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