¿Cuántas historias yacen en las librerías a la espera de manos prestas y ojos ansiosos que las salven del polvo o las ventas de liquidación? Me imagino algunos libros, justo como el soldadito de plomo, esperando que alguien se detenga en ellos y por fin se los lleve a casa.
Hay títulos que se venden como «pan caliente», por su tema o autor, y si bien ese éxito no se corresponde siempre con la calidad, también es injusto afirmar que todas las veces son obras facilistas. Los enfoques utilitarios también hacen falta. Hay muy buenos escritores que logran ser populares.
Otros volúmenes se destinan a un sector de público muy específico, y es normal que no se agoten rápidamente. Además, claro que habrá malas decisiones editoriales que hagan llegar textos no tan buenos a los estantes, en detrimento de otros quizá mejores.
Pero no hablo de esos libros, sino de aquellos que realmente contienen una fiesta para el espíritu de un buen lector y, sin embargo, pasan los meses atascados en los inventarios.
En esos casos, e incluso más cuando el autor no es bien conocido en el ámbito nacional, la promoción puede hacer toda la diferencia. Los espacios para socializar las obras literarias nunca serán suficientes, y no siempre tienen que estar dedicados a la última novedad. Si todas las librerías, incluso las pequeñitas de pueblo, salieran a las aceras varios días del mes para hablar de sus libros, seguro habría más ventas.
Las fórmulas pueden ser infinitas, y no se necesitan muchos recursos, tan solo es imprescindible una o un apasionado de la lectura que contagie con su
entusiasmo.
Para quien lee –aunque en Cuba los libros no tienen precios prohibitivos– es difícil arriesgarse con un escritor que no conoce, sobre todo con tanta nota de contraportada que nada dice y a nada invita; y así nos podemos perder transformadoras sorpresas.
Hace unos años yo no sabía quién era Ricardo Piglia y, si un excepcional maestro no me lo hubiese presentado, puede que Blanco nocturno (Casa de las Américas, 2012) no hubiese saltado a mi bolso recientemente.
Esta novela –Premio de narrativa José María Arguedas– se lee con sed, porque su autor tiene el don de saber contar y hacerlo con anécdotas que valen la pena.
Una cita de Louis-Ferdinand Céline, «La experiencia es una lámpara tenue que solo ilumina a quien la sostiene», hace las veces de exergo, y así, en un desolado paraje argentino, Piglia solo nos muestra fragmentos de realidad, el resto permanece a oscuras para que hagamos las consecuentes interconexiones en una historia que juega con los códigos policiales, sin ser un policíaco.
Un muerto, uno o varios asesinos, mujeres fatales, idealistas, corruptos, inocentes inculpados… conforman el panorama de un pueblito de campo donde parece que no pasa nada, mientras la traición tiende hilos invisibles.
Los límites de la locura y la genialidad se cruzan en un comisario de policía cuya «ilusión era resolver el crimen sin tener que revisar el cuerpo del delito. Cadáveres sobran, hay muertos por todos lados, decía (…). Lo que deja un muerto no es nada».
Y esa aversión por los asesinados, insólita en alguien de su oficio, la combina con ciertas pistas que lo asaltan desde lugares insospechados: «La grieta en una copa de cristal. Le llegaban de golpe esas frases extrañas, como si alguien se las dictara. Incluso la sensación de que le estaban dictando era –para él– una evidencia absoluta…».
Los dementes y los fracasados han sido siempre materia prima de los escritores, y Piglia lo explota en este comisario, y en el periodista Emilio Renzi, que intenta desbrozar los secretos y las paradojas. Pero a la vez, nos hace dudar de las definiciones sobre sus personajes, porque ¿quién tiene los parámetros exactos para juzgar la lucidez y el éxito?
«Una producción malvada de azar, un desvío en la continuidad lineal del tiempo, una intersección inesperada», de esa forma se define a los accidentes en Blanco nocturno, y confirmamos que la vida está hecha de excepciones y estereotipos, de grandes eventos y de rutinas.
A fin de cuentas, este libro, como todos, solo intenta llevar la vida a cierta cantidad de páginas, para así comprender mejor sus sentidos… un anhelo humano desde el principio de los tiempos:
«La literatura no cambia, siempre se puede encontrar lo que se espera, en cambio la vida…
«… Pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, no pensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestro pensamiento y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros. Hace falta, para encontrarlo, una serie de acontecimientos encadenados accidentalmente para que al final uno vea la luz que, sin saber, está buscando».
Hay títulos que se venden como «pan caliente», por su tema o autor, y si bien ese éxito no se corresponde siempre con la calidad, también es injusto afirmar que todas las veces son obras facilistas. Los enfoques utilitarios también hacen falta. Hay muy buenos escritores que logran ser populares.
Otros volúmenes se destinan a un sector de público muy específico, y es normal que no se agoten rápidamente. Además, claro que habrá malas decisiones editoriales que hagan llegar textos no tan buenos a los estantes, en detrimento de otros quizá mejores.
Pero no hablo de esos libros, sino de aquellos que realmente contienen una fiesta para el espíritu de un buen lector y, sin embargo, pasan los meses atascados en los inventarios.
En esos casos, e incluso más cuando el autor no es bien conocido en el ámbito nacional, la promoción puede hacer toda la diferencia. Los espacios para socializar las obras literarias nunca serán suficientes, y no siempre tienen que estar dedicados a la última novedad. Si todas las librerías, incluso las pequeñitas de pueblo, salieran a las aceras varios días del mes para hablar de sus libros, seguro habría más ventas.
Las fórmulas pueden ser infinitas, y no se necesitan muchos recursos, tan solo es imprescindible una o un apasionado de la lectura que contagie con su
entusiasmo.
Para quien lee –aunque en Cuba los libros no tienen precios prohibitivos– es difícil arriesgarse con un escritor que no conoce, sobre todo con tanta nota de contraportada que nada dice y a nada invita; y así nos podemos perder transformadoras sorpresas.
Hace unos años yo no sabía quién era Ricardo Piglia y, si un excepcional maestro no me lo hubiese presentado, puede que Blanco nocturno (Casa de las Américas, 2012) no hubiese saltado a mi bolso recientemente.
Esta novela –Premio de narrativa José María Arguedas– se lee con sed, porque su autor tiene el don de saber contar y hacerlo con anécdotas que valen la pena.
Una cita de Louis-Ferdinand Céline, «La experiencia es una lámpara tenue que solo ilumina a quien la sostiene», hace las veces de exergo, y así, en un desolado paraje argentino, Piglia solo nos muestra fragmentos de realidad, el resto permanece a oscuras para que hagamos las consecuentes interconexiones en una historia que juega con los códigos policiales, sin ser un policíaco.
Un muerto, uno o varios asesinos, mujeres fatales, idealistas, corruptos, inocentes inculpados… conforman el panorama de un pueblito de campo donde parece que no pasa nada, mientras la traición tiende hilos invisibles.
Los límites de la locura y la genialidad se cruzan en un comisario de policía cuya «ilusión era resolver el crimen sin tener que revisar el cuerpo del delito. Cadáveres sobran, hay muertos por todos lados, decía (…). Lo que deja un muerto no es nada».
Y esa aversión por los asesinados, insólita en alguien de su oficio, la combina con ciertas pistas que lo asaltan desde lugares insospechados: «La grieta en una copa de cristal. Le llegaban de golpe esas frases extrañas, como si alguien se las dictara. Incluso la sensación de que le estaban dictando era –para él– una evidencia absoluta…».
Los dementes y los fracasados han sido siempre materia prima de los escritores, y Piglia lo explota en este comisario, y en el periodista Emilio Renzi, que intenta desbrozar los secretos y las paradojas. Pero a la vez, nos hace dudar de las definiciones sobre sus personajes, porque ¿quién tiene los parámetros exactos para juzgar la lucidez y el éxito?
«Una producción malvada de azar, un desvío en la continuidad lineal del tiempo, una intersección inesperada», de esa forma se define a los accidentes en Blanco nocturno, y confirmamos que la vida está hecha de excepciones y estereotipos, de grandes eventos y de rutinas.
A fin de cuentas, este libro, como todos, solo intenta llevar la vida a cierta cantidad de páginas, para así comprender mejor sus sentidos… un anhelo humano desde el principio de los tiempos:
«La literatura no cambia, siempre se puede encontrar lo que se espera, en cambio la vida…
«… Pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, no pensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestro pensamiento y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros. Hace falta, para encontrarlo, una serie de acontecimientos encadenados accidentalmente para que al final uno vea la luz que, sin saber, está buscando».
(Publicado originalmente en Granma)
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