dimanche 30 septembre 2018

#Reforma Constitucional: El horizonte y las garantías para alcanzarlo

Debo reconocer que en las primeras lecturas al texto del Proyecto de Constitución de Cuba, no profundicé en lo que se planteaba en materia de derechos, salvo algunas excepciones que por su novedad resaltaban.
Hay tantas garantías incluidas en la idea de país que desde 1959 se construye en este archipiélago, que llegan a parecernos consustanciales al solo hecho de ser.
Pero un nuevo acercamiento, más focalizado en el tema, me ha permitido reafirmar que también en esta área estamos en presencia de un documento –con independencia de todo cuanto lo enriquecerá el saber del pueblo– que busca desarrollar una visión avanzada de país, conciliada con los derechos humanos y los proyectos de vida de sus ciudadanos.
“Cuba es un Estado socialista de derecho, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria e indivisible, fundada en el trabajo, la dignidad y la ética de sus ciudadanos, que tiene como objetivos esenciales el disfrute de la libertad política, la equidad, la justicia e igualdad social, la solidaridad, el humanismo, el bienestar y la prosperidad individual y colectiva”, declara el Artículo 1 del proyecto, y deja poco lugar a las dudas sobre qué quiere la nación para su futuro.
El socialismo, como se ha concebido en este país, supone el culto a la dignidad plena de sus hombres y mujeres, y ese es el hilo conductor del Título IV Derechos, deberes y garantías, interconectado con otros postulados del documento, que lo complementan.
El propio hecho de que la consulta popular sea un paso inviolable aquí para construir la Carta Magna, es expresión de la voluntad por fundar colectivamente sin vulnerar ningún criterio y garantizando la plena participación.
***
En la introducción al análisis del proyecto se llama la atención sobre algunos elementos contenidos en él, como una amplia gama de derechos a tono con los instrumentos internacionales de los que Cuba es parte; y se resaltan los relativos al derecho a la defensa, el debido proceso y la participación popular.
Asimismo, se afirma que el contenido del derecho de igualdad adquiere mayor desarrollo al incorporar a los ya existentes (color de la piel, sexo, raza, etc.) la no discriminación por género, identidad de género, orientación sexual, origen étnico y discapacidad.
Rubén Remigio Ferro, presidente del Tribunal Supremo Popular,  explicó recientemente a Granma: “La nueva Constitución que emerja del proceso actualmente en marcha determinará, entre otros progresos significativos, un incremento apreciable del acceso a la justicia judicial, como derecho fundamental de las personas y, en consecuencia, de la responsabilidad de los órganos jurisdiccionales en garantizar que se cumplan, de modo cabal y efectivo, los preceptos constitucionales que en ese ámbito queden definitivamente plasmados en la nueva Carta Magna”.
Esa afirmación se basa en aspectos que supone el texto constitucional como el fortalecimiento del papel de los tribunales, el reconocimiento de una amplia variedad de deberes y derechos y la inclusión del debido proceso y el habeas corpus.
El Artículo 39 reza que “el Estado cubano garantiza a la persona el goce y el ejercicio irrenunciable, indivisible e interdependiente de los derechos humanos, en correspondencia con el principio de progresividad y sin discriminación. Su respeto y garantía son obligatorios para todos”.
En tal sentido, se reconoce el derecho, entre otros, al libre desenvolvimiento de la personalidad; intimidad; inviolabilidad del domicilio, correspondencia y otras formas de comunicación; movilidad dentro y fuera del territorio nacional; a la información; libertad de pensamiento, conciencia y expresión, así como de prensa, reunión, manifestación y asociación; a la libre creencia religiosa y a dirigir quejas y peticiones.
Son horcones de esos planteamientos el Artículo 9, donde se dice que los órganos del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados, están obligados a respetar y atender al pueblo, mantener estrechos vínculos con este y someterse a su control, en las formas establecidas en la Constitución y las leyes; y el 13, donde se plantea que el Estado tiene como fines esenciales promover un desarrollo sostenible que asegure la prosperidad individual y colectiva, y trabajar por alcanzar mayores niveles de equidad y justicia social.
Como también el Estado garantiza a todos sus ciudadanos la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz, la salud, la educación, la cultura y su desarrollo integral (Artículo 43) y protege a las familias, la maternidad, la paternidad y el matrimonio (Artículo 67), otras garantías contenidas en el articulado son la protección a la niñez, los adultos mayores y las personas con discapacidad; empleo y vivienda dignas; descanso; seguridad social; derecho a la educación física, el deporte y la recreación, a vivir en un medioambiente sano y equilibrado, al agua, a la alimentación, a bienes y servicios de calidad y a participar en la vida cultural y artística de la nación.
En la convergencia de todos estos derechos y la prosperidad individual y colectiva declaradas como meta, estará la posibilidad de que cada vez más tengan concreción los proyectos de vida de cubanos y cubanas.
En ese camino, apropiarse de cultura jurídica y echar mano a la nueva Carta Magna que en unos meses tendremos, ayudará a frenar cualquier desviación, tal y como conmina el Artículo 94: “La persona a la que se le vulneren sus derechos y sufriere daño o perjuicio por órganos del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados, con motivo de la acción u omisión indebida de sus funciones, tiene derecho a reclamar, ante los tribunales, la restitución de los derechos y obtener, de conformidad con la ley, la correspondiente reparación o indemnización. La ley establece la pertinencia y el procedimiento preferente, expedito y concentrado para su cumplimiento”.
(Publicado originalmente en Cubahora)

La luz que estamos buscando

 Los lazos que unen a las familias y la belleza de los proyectos imposibles se entretejen en Blanco nocturno. Foto: de la autora
Los lazos que unen a las familias y la belleza de los proyectos imposibles se entretejen en Blanco nocturno. Foto: de la autora
¿Cuántas historias yacen en las librerías a la espera de manos prestas y ojos ansiosos que las salven del polvo o las ventas de liquidación? Me imagino algunos libros, justo como el soldadito de plomo, esperando que alguien se detenga en ellos y por fin se los lleve a casa.
Hay títulos que se venden como «pan caliente», por su tema o autor, y si bien ese éxito no se corresponde siempre con la calidad, también es injusto afirmar que todas las veces son obras facilistas. Los enfoques utilitarios también hacen falta. Hay muy buenos escritores que logran ser populares.
Otros volúmenes se destinan a un sector de público muy específico, y es normal que no se agoten rápidamente. Además, claro que habrá malas decisiones editoriales que hagan llegar textos no tan buenos a los estantes, en detrimento de otros quizá mejores.
Pero no hablo de esos libros, sino de aquellos que realmente contienen una fiesta para el espíritu de un buen lector y, sin embargo, pasan los meses atascados en los inventarios.
En esos casos, e incluso más cuando el autor no es bien conocido en el ámbito nacional, la promoción puede hacer toda la diferencia. Los espacios para socializar las obras literarias nunca serán suficientes, y no siempre tienen que estar dedicados a la última novedad. Si todas las librerías, incluso las pequeñitas de pueblo, salieran a las aceras varios días del mes para hablar de sus libros, seguro habría más ventas.
Las fórmulas pueden ser infinitas, y no se necesitan muchos recursos, tan solo es imprescindible una o un apasionado de la lectura que contagie con su
entusiasmo.
Para quien lee –aunque en Cuba los libros no tienen precios prohibitivos– es difícil arriesgarse con un escritor que no conoce, sobre todo con tanta nota de contraportada que nada dice y a nada invita; y así nos podemos perder transformadoras sorpresas.
Hace unos años yo no sabía quién era Ricardo Piglia y, si un excepcional maestro no me lo hubiese presentado, puede que Blanco nocturno (Casa de las Américas, 2012) no hubiese saltado a mi bolso recientemente.
Esta novela –Premio de narrativa José María Arguedas– se lee con sed, porque su autor tiene el don de saber contar y hacerlo con anécdotas que valen la pena.
Una cita de Louis-Ferdinand Céline, «La experiencia es una lámpara tenue que solo ilumina a quien la sostiene», hace las veces de exergo, y así, en un desolado paraje argentino, Piglia solo nos muestra fragmentos de realidad, el resto permanece a oscuras para que hagamos las consecuentes interconexiones en una historia que juega con los códigos policiales, sin ser un policíaco.
Un muerto, uno o varios asesinos, mujeres fatales, idealistas, corruptos, inocentes inculpados… conforman el panorama de un pueblito de campo donde parece que no pasa nada, mientras la traición tiende hilos invisibles.
Los límites de la locura y la genialidad se cruzan en un comisario de policía cuya «ilusión era resolver el crimen sin tener que revisar el cuerpo del delito. Cadáveres sobran, hay muertos por todos lados, decía (…). Lo que deja un muerto no es nada».
Y esa aversión por los asesinados, insólita en alguien de su oficio, la combina con ciertas pistas que lo asaltan desde lugares insospechados: «La grieta en una copa de cristal. Le llegaban de golpe esas frases extrañas, como si alguien se las dictara. Incluso la sensación de que le estaban dictando era –para él– una evidencia absoluta…».
Los dementes y los fracasados han sido siempre materia prima de los escritores, y Piglia lo explota en este comisario, y en el periodista Emilio Renzi, que intenta desbrozar los secretos y las paradojas. Pero a la vez, nos hace dudar de las definiciones sobre sus personajes, porque ¿quién tiene los parámetros exactos para juzgar la lucidez y el éxito?
«Una producción malvada de azar, un desvío en la continuidad lineal del tiempo, una intersección inesperada», de esa forma se define a los accidentes en Blanco nocturno, y confirmamos que la vida está hecha de excepciones y estereotipos, de grandes eventos y de rutinas.
A fin de cuentas, este libro, como todos, solo intenta llevar la vida a cierta cantidad de páginas, para así comprender mejor sus sentidos… un anhelo humano desde el principio de los tiempos:
«La literatura no cambia, siempre se puede encontrar lo que se espera, en cambio la vida…
«… Pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, no pensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestro pensamiento y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros. Hace falta, para encontrarlo, una serie de acontecimientos encadenados accidentalmente para que al final uno vea la luz que, sin saber, está buscando».
(Publicado originalmente en Granma)

vendredi 28 septembre 2018

Conociendo el durián

No conocía el durián. Ninguna de las personas con las que conversé sobre Singapur lo mencionó, ni entre lo que leí sobre la ciudad-estado asiática saltó su nombre. Pero bastó que soltara las maletas y me adentrara en las calles del barrio chino singapurense, para entender que aquel viaje tendría por siempre, en mi memoria, su olor.
¿Sientes eso?, me preguntó una amable señora cubana que gustosa asumió el rol de mostrarme los primeros atisbos de la ultramoderna urbe, y de paso evitar que, castigada por las 12 horas de diferencia, me fuera a dormir en pleno día.
Y sí, había un aroma dulzón, levemente repugnante, esparcido en el aire. Nada más mover afirmativamente la cabeza, me dijo: «Ese es el durián», y señaló un mostrador repleto de la fruta grande, ovalada, entre verde y gris, y repleta de pinchos. La encontré poco agraciada y nada apetecible, y en ese justo instante no hubiera creído que apenas unos días después pondría un pedazo de su misterioso interior en mi boca.
Mi acompañante contó en las horas siguientes que los singapurenses estaban obsesionados con el durián, y que hasta la muy estandarizada cadena McDonald’s ofertaba allí una especie de «frozzen» con su sabor. Incluso, citó la película Comer, rezar, amar, en la que Javier Bardem se la presenta a Julia Roberts como algo que huele y sabe a pies sucios.
La «tapa al pomo» se la puso el metro: Singapur es célebre por sus severas leyes en contra de las indisciplinas sociales, y por la limpieza de todos sus espacios públicos, y en los vagones de ese transporte se recuerda que queda prohibido, so pena de altísimas multas, fumar, comer y ¡transportar un durián! Me explicaron entonces que la disposición se debe a que para muchas personas su olor es sencillamente insoportable.
Antes de despedirnos esa tarde, mi compatriota compartió una anécdota a modo de lección: «Tomé un helado de durián y estuve casi una semana enferma del estómago».
Sobra decir que después de eso, yo no quería ver ni pintado el pinchudo fruto. Sin embargo, al que no quiere caldo le dan tres tazas; y nada más abrir el programa del evento por el cual estaba al otro lado del mundo, leí azorada entre las actividades de la penúltima noche: Prueba del durián.
Segundos después, respiré aliviada al percatarme de que era opcional, y enseguida decidí que me saltaría el «mal bocado». Pero no contaba con que mi decisión se torcería guiada por la necesidad de ser noble y agradecida.
Al frente de nuestro grupo estaba Sian, una menuda joven singapurense con la que todos –periodistas de distintos países latinos– llevábamos semanas de correos electrónicos, siempre formales.
A los 26 años funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores de esa nación, estudió dos carreras, habla inglés y mandarín y es la disciplina y la ­eficiencia personificadas. Durante las jornadas no se incumplió ni uno solo de los horarios y encuentros planificados, ni jamás nos faltó orientación; porque allí estaba Sian para coordinar cada detalle y asistirnos cuando hiciese falta.
Observándola, pude saber más del carácter asiático, de lo que para ellos significa la disciplina, el trabajo, la obediencia y el respeto a los mayores. Y aunque todos la admirábamos, no dejaba de chocarnos que jamás nos abrazara o besara en la mejilla, y que se pusiera muy seria si alzábamos la voz o reíamos sonoramente.
Pero esos escollos al cariño, que no eran más que barreras culturales, se fueron derribando cuando, a cuenta- gotas y como resultado de nuestros persistentes interrogatorios, nos contó, con total sinceridad, las complejidades de su país pequeño, joven y multicultural, y supimos que ella apenas duerme cuatro horas y nunca apaga el móvil porque así lo exige su responsabilidad.
En una de esas conversaciones salió el tema del durián, y nos develó su particular relación con él. Cuando era niña, su abuelo tenía una plantación de durio en Malasia, y en cada viaje a Singapur, la parte de atrás de la camioneta iba llena de durianes.
Cuando el sol castigaba, los frutos empezaban a oler intensamente y ella se mareaba. Por esa razón, durante muchos años, nada más de oír el nombre sentía asco. «Hasta que un día, ya de adulta, lo probé y fue como despertar».
Nos confesó que lo consideraba «lo más rico del mundo» y que poner esa actividad en el programa había sido idea suya; entonces supe que estaba atrapada definitivamente, y mis compañeros también.
Así llegamos a un puesto donde se escoge el durián (los hay de diferentes tipos y sabores), se le pesa y dependiendo del resultado se paga por él.
Mientras nuestra anfitriona compraba el susodicho producto, al lado nuestro una familia devoraba varios, el olor (que para ese momento yo sentía como a gas de cocina) nos envolvía y un dependiente nos colocaba además de agua, una caja de guantes desechables.
Sian trajo contentísima la fruta, que en su interior tiene dos grandes y pastosas vainas amarillas –cuesta alrededor de 40 dólares– y nos explicó que los guantes eran para que el mal olor no se quedara en las manos, pero que contra el pésimo aliento posterior no podríamos hacer más que cepillarnos los dientes y esperar.
Aunque ahí sí que casi claudico, Sian nos miraba con tanta expectación, que terminé por colocarme el guante de una vez, tratar de no respirar y echarme en la boca una porción de aquella pasta. La verdad no sabía tan mal, pero tampoco estaba buena, así que por si acaso ni yo ni el resto del grupo se aventuró mucho más allá de probar; nos habían dicho que no hay alimento en el mundo que suba más el colesterol, y sugerido que es un poco adictivo.
Para Sian, sin duda, aquel gesto nuestro significó una muestra de respeto a su cultura y el resto del evento estuvo más relajada, sonriente y hasta se permitió alguna broma. Cuando antes de la partida, pidió abrazarnos, supimos que algo de nosotros también se le había contagiado, y que se lo debíamos, en buena medida, al feo y maloliente durián.