Las palabras no van a desaparecer
by YeilenDC
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«La persona que amas puede desaparecer… pero los dinosaurios van
a desaparecer». Charly García
«Es una relación de abuelo y nieta.
Habrá visto lo que hay entre nosotros, los gestos de cariño. Hay 23 años de
vacío. No la vi crecer, nunca me dijo “abuelo”», así le contestó Juan Gelman,
con las palabras exactas para explicar un hondo episodio de dolor, a un periodista
que indagaba sobre los lazos entre el escritor y su nieta recién hallada.
En plena dictadura militar argentina,
Gelman permanecía en el exilio para salvar su vida; y los represores
encontraron la manera de castigarlo con algo peor que la muerte.
Su hija, su hijo y su nuera
embarazada resultaron las víctimas de una jauría siempre sedienta que los
arrancó de casa. La primera fue liberada, pero la pareja jamás volvió. Se
convirtieron en «desaparecidos».
El cadáver del hijo de Gelman
apareció años después dentro de un barril lleno de cemento; asesinado con un
disparo en la nuca. Tras extensas indagaciones, se supo que su mujer había sido
trasladada, como parte del Plan Cóndor, a Uruguay. Allá la mantuvieron con vida
hasta el parto, y regalaron a la niña. Del cuerpo de la madre, una muchacha que
apenas rondaba los 20 años, nada se sabe.
Macarena descubrió quién era
realmente a los 23 años, y desde entonces comenzó el camino de conocer a una
familia que siempre la añoró a pesar de no conocer su rostro.
Hoy pueden leerse varios artículos
sobre esta historia, pero hubo una época en que reportarla, u otras similares,
equivalía a una segura sentencia de muerte.
Sin embargo, en medio del pánico por
una masacre social sistemática, la Agencia Clandestina de Noticias dedicaba sus
cables a denunciar la tortura, el asesinato, la aplicación mentirosa de la ley
de fuga, la reducción a la inactividad por miedo: «… un grupo de individuos
encapuchados que se identificaron como policías, irrumpían en el domicilio de
los hijos del periodista y poeta Juan Gelman –actualmente en Italia–
secuestrando a ambos: Marcelo, de 20 años, y Elvira de 18; junto con ella se
llevaron a la esposa del primero, que está embarazada de siete meses».
Así se relata en uno de los más de
200 cables producidos por la Agencia durante casi un año, y que pueden leerse
en Ancla, Rodolfo Walsh y la Agencia de Noticias Clandestina 1976-1977
(Editorial Pablo de la Torriente, 2014).
De visita por Cuba, una pareja de
amigos argentinos encontró el libro en una de nuestras librerías e insistió en
regalármelo. Durante una tarde entera, me hablaron de Walsh y de la rabia
acumulada en todos los que en su país sueñan con un mañana diferente, y deben
convivir con la herida abierta de la dictadura y también con quienes anhelan
«que vuelvan los militares», para callar a los revoltosos, a los pobres, a los
diferentes.
Después de leerme el texto,
originalmente compilado por Ejercitar la Memoria Editores, entendí más esa
frustración por la bestialidad impune y reafirmé lo rotundo de la palabra como
instrumento de lucha y de verdad.
Ancla fue un proyecto que terminó con
muerte, desapariciones y exilio, pero mientras duró «cuatro personas, cuatro
máquinas de escribir y un mimeógrafo abrieron los ojos del mundo al horror»,
declara la nota de los editores.
Rodolfo Walsh, Lila Pastoriza, Lucila
Pagliai y Carlos Aznárez dieron cuerpo al propósito de informar a Argentina y
al mundo de la inhumanidad que electrocutaba, violaba mujeres con embarazos a
término, robaba las casas de los detenidos…
Walsh, para entonces un escritor
reconocido –y uno de los fundadores de Prensa Latina– renunció a su firma para
convertirse en un soldado más.
Animaba a contrastar fuentes, a
olfatear tras los datos en apariencia intrascendentes; y a estimular la
participación popular en la información, como parte del periodismo clandestino.
«Ese hombre enjuto pero movedizo,
cerebral pero a la vez dicharachero, brillante pero también dotado de una
humildad que casi siempre nos dejaba perplejos (… ) parió entonces un
instrumento que sirvió para romper el muro de silencio que nos quería imponer
la dictadura, y además, supo vencer el discurso del terror», dice Carlos
Aznárez.
Ese periodismo insurgente cumplió con
creces sus propósitos, no solo porque sembró la perplejidad y la desconfianza
entre las propias filas de los represores, que por mucho tiempo no imaginaron
quién estaba detrás de las noticias; sino porque el estilo sobrio,
eminentemente informativo, con el que denunciaron las barbaridades más
impensables, contribuyó a mostrarlas en toda su crudeza.
Al final del libro, estremecen dos
documentos firmados por Walsh: Carta a mis amigos, donde habla sobre la muerte
de su hija en un enfrentamiento con los militares, y Carta abierta de un
escritor a la Junta Militar, en la que hace un balance de todos los saldos de
la represión para el país.
Pero más triste aún es leer en el
medido estilo de la agencia que él creó y para la que escribió, el cable que lo
revela como otro desaparecido más: «Fuentes allegadas a sus familiares,
informaron a esta agencia que el día viernes 25 de marzo fue secuestrado el
escritor y periodista Rodolfo J. Walsh».
Walsh fue asesinado en la Escuela de Mecánica de la Armada, pero tenía razón en su apuesta total por el periodismo. Las denuncias de Ancla siguen funcionando décadas después y hacen tan imposibles el perdón, como el olvido.
Walsh fue asesinado en la Escuela de Mecánica de la Armada, pero tenía razón en su apuesta total por el periodismo. Las denuncias de Ancla siguen funcionando décadas después y hacen tan imposibles el perdón, como el olvido.
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