No conocí a Fidel. Al menos no en el sentido literal
que damos a la palabra conocer, y que implica un relativo grado de
cercanía física, de estar ahí para calcular la altura, identificar la
intensidad de la voz, saber el color exacto de los ojos…
No estuve en una cobertura a su lado, jamás me entregó
un diploma, ni
siquiera lo entreví en medio de una multitud. Y, sin embargo, estuvo
ahí para mí.
Nací en el año 1990, cuando aún no habían pasado
de moda los nombres
con «y», y los mayores empezaban a descubrir y poner en práctica
miles
de alternativas para que sus niños no sintieran los rigores del periodo
especial.
En aquella época convulsa, donde faltaban muchas cosas
pero sobraban
tantas otras de las que no pueden palparse, aprendí de mis padres que
la
felicidad no depende del tener y que la honestidad no es un valor
circunstancial; por medio de ellos dos, también descubrí de a poco que
la resistencia, el orgullo y la dignidad no eran patrimonio familiar,
sino de todo el país.
Y, sin poder determinar el momento exacto, supe que
Fidel –así, sin
apellidos– estaba en la misma oración que Cuba, antimperialismo,
Patria
y Martí.
Creé una imagen casi mítica: el Comandante en Jefe que
no se cansaba,
que podía hablar por horas para dar fuerza a un pueblo cercado
por las
ansias capitalistas de implantar su «lógica» allá donde una luz
diferente brille. El héroe de los libros de historia en la escuela, el
profeta del futuro, el capaz de idear una solución ante cada desafío
nuevo, el que sabía hacer de las utopías, realidades.
Mi infancia y adolescencia tuvieron computadoras en las
aulas a las
que entrábamos como a un santuario, merienda escolar, tribunas
abiertas,
y entré a relacionarme con la política por el camino de entender la
historia del país en que vivía y por un concepto que impide parar de
soñar, y sentarse en la silla al borde del camino: la justicia.
Leer al líder que solo había visto por televisión me
ayudó en ese
crecimiento: Fidel y la religión, Un grano de maíz, La historia me
absolverá, Un encuentro con Fidel… y aquellas Cien horas con Fidel que
disfruté tabloide a tabloide en las tardes de la beca, fueron
esenciales
para entender que él era mucho más de lo que yo había supuesto.
Porque era un hombre que tuvo hambre, fatiga, sed,
ojeras; que de
seguro alguna mañana se desalentó y sufrió; que vivió el fracaso y la
traición, pero supo poner por encima el amor a los suyos y ensanchar el
concepto de prójimo al de todos los pobres de nuestra (la) tierra y con
ellos echar la suerte.
Eso es lo que lo hace irrepetible, aunque imitable: su
mortalidad.
Los ídolos de mármol no mueven montañas; los de ideas sacuden las
constelaciones.
Desde la adultez, me acompaña un Fidel analítico;
interesado en el
diálogo, y radical con los discursos huecos y las medias tintas;
convencido de que la realidad puede suponer decisiones difíciles, mas
nunca renunciar a los principios que han sido faro para «atemperarse a
los tiempos nuevos».
Poner primero a Cuba antes que todas las pequeñeces
individuales, no
renunciar a las rebeldías con causa, no avergonzarse de ser comunistas,
huir de las mediocridades, reconocer los errores y aprender de ellos,
estudiar y trabajar por el proyecto colectivo, son legados fidelistas
que asumo como fe de vida.
No lo conocí, pero lo hice en la dimensión que nos
acerca a quienes determinan nuestra espiritualidad y tejen con sus
ideales el mapa de las creencias propias, las que nos echan a andar.
Con ese Fidel me quedo, ese Fidel elijo ser.
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